El sacerdote es representante de Cristo, el “Príncipe de la Paz” anunciado por el profeta Isaías (Is 9, 6).
En su ministerio junto al Pueblo de Dios, a través de la Gracia del propio Cristo, el sacerdote prolonga la paz que resulta de la Redención obtenida en la Cruz. Renovando ese sacrificio en cada Eucaristía y administrando los sacramentos, un sacerdote repara entre sus hermanos lo que el mal, a través del pecado, había desgarrado.
Fortalecer ese ministerio sacerdotal con el apoyo de nuestras oraciones es fomentar la concordia social, pues nada como la Gracia puede transformar los corazones y concederles la auténtica Paz, don de Dios.
Esa paz no es una teoría sino la acción del Espíritu divino, como ha recordado el Papa Francisco: “el Espíritu Santo es la presencia de Dios en nosotros, la ‘fuerza de paz’ de Dios”.
“Es Él, el Espíritu Santo, quien desarma el corazón y lo llena de serenidad. Es Él, el Espíritu Santo, quien deshace las rigideces y apaga la tentación de agredir a los demás. Es Él, el Espíritu Santo, quien nos recuerda que junto a nosotros hay hermanos y hermanas, no obstáculos y adversarios. Es Él, el Espíritu Santo quien nos da la fuerza para perdonar, para recomenzar, para volver a partir. Y con Él, con el Espíritu Santo, nos transformamos en hombres y mujeres de paz” (Regina Coeli 22/Mayo/2022).
Oremos para ser –nosotros y nuestros sacerdotes– instrumentos dóciles del Espíritu Santo. Así se cumplirá la promesa de Cristo: “Bienaventurados los que procuran la paz, pues serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).