Conocido y querido en Nápoles por su valiente dedicación a los jóvenes para separarlos de la mafia, el sacerdote Maurizio Patriciello ha dado testimonio de compromiso como pastor luego de recibir una nueva amenaza clara y directa contra su vida.
Desde hace años, la Camorra, la mafia napolitana, intenta amedrentar al párroco Maurizio Patriciello, al que todos conocen como Don Patriciello. En marzo de 2022 incluso hicieron explotar una bomba casera frente a su parroquia de Caivano (provincia de Nápoles, sur de Italia) y el Papa Francisco le recibió y le animó a perseverar.
El domingo 28 de septiembre de 2025 en la parroquia San Pablo Apóstol, Vittorio De Luca, hombre conocido por la Policía y por el sacerdote, se acercó en la fila de la comunión al Padre Maurizio y le entregó una bala envuelta en un pañuelo, un proyectil de calibre 9×21. “Me han enviado”, fue lo único que dijo Vittorio, de 75 años; los carabinieri, policías militares italianos apostados en la puerta de la iglesia, lo detuvieron enseguida.
En Avvenire, el diario de los obispos italianos, el padre Patriciello ha publicado su respuesta a la amenaza.
En un texto lleno de pasión y cuidado, se dirige a los criminales, a los que conoce por su nombre, y a sus familias, que son a la vez malhechores y víctimas enredadas en una estructura de miedo y amenazas.
“A Vittorio, a Mimmo, a Tonino, a Nicola, a todos los que han tomado este camino maldito, yo –cristiano y sacerdote– les digo una vez más: Hijitos míos, los amo. Saber que están en prisión me entristece. Sus manos manchadas de sangre me horrorizan. Ofenden a Dios, a mí, a ustedes mismos, a sus hijos, a la Iglesia, a toda la humanidad. En el nombre de Jesús, arrepiéntanse. Háganse y hágannos este regalo.
La bomba que hicieron estallar en la puerta de mi parroquia, las intimidaciones, los insultos, las calumnias, la bala, no me hacen cambiar de idea. Un día descubrí el Evangelio, me enamoré de él. Tengo el deber de compartirlo.”
Años de amenazas

Los criminales buscan acallar al sacerdote, fundador de una eficaz asociación antimafia, el Comité de Liberación de la Camorra. Él siempre predica animando a los jóvenes a evitar implicarse en las redes criminales.
Maurizio Patriciello sabe desde hace muchos años que está amenazado. Su respuesta siempre es hablar más, publicar más, llegar a la prensa, difundir el drama de la Camorra que estrangula a Nápoles.
“Fue un gesto fuerte y para mí también doloroso, porque la misa de las 10 es la misa de los niños”, declaró el sacerdote a la prensa italiana. Lamenta que “ocurriera delante de los niños, mientras venían a comulgar”.
La Camorra en horas bajas
El padre Maurizio tiene escolta desde 2023. Ese año, dos chicas de 13 años de Caivano fueron agredidas por seis adolescentes y el Gobierno de Giorgia Meloni aprobó un decreto-ley contra la delincuencia juvenil.
La novedad, según explicaba el sacerdote en sus redes sociales, es que “en Caivano y alrededores, la mafia organizada –bien arraigada desde hace años– ha recibido, en estos últimos meses, un golpe durísimo”. “El comercio de la maldita droga ha disminuido, es algo que se ve a simple vista. Los jefes de los clanes, casi todos en prisión. El Gobierno actual se está comprometiendo como nunca antes. A pesar de un trabajo nunca visto antes, los delincuentes intentan llenar los vacíos dejados por los detenidos”, explica.
Y antes de la misa publicó un mensaje dirigido a los jóvenes: “Disfruten su juventud. El camino que han tomado ésos es un callejón sin salida. Siempre termina en la cárcel o en el cementerio”.
A continuación publicamos la respuesta del padre Maurizio en el periódico Avvenire, traducida al español:

Incluso después de la bala que recibí, no pierdo la esperanza
por Maurizio Patriciello
Lunes, fiesta de los Santos Arcángeles. A primera hora de la mañana, Alessandro y Gennaro, los policías que arriesgan sus vidas para proteger la mía, me acompañaron a Nápoles. Hacía tiempo que les había prometido a mis amigas monjas de clausura que les predicaría un curso de ejercicios espirituales.
Una bendición. El silencio amortiguado, las bóvedas altísimas, los lienzos oscurecidos, el orden, el coro de madera tallada, el dulce canto de las monjas me transportaron a un pasado intemporal. Lo necesitaba. Un regalo del Señor.
El domingo, de hecho, fue un día difícil para mí y mi comunidad. En la misa de los niños, Vittorio, un hombre al que conozco y quiero, hizo fila para recibir la Eucaristía. Extraño, pues nunca lo hace. Vittorio no es cualquiera, por desgracia; es el suegro de Mimmo Ciccarelli, miembro de la familia Sautto-Ciccarelli de la Camorra. Su yerno está en prisión, junto con su esposa, sus hermanos y el propio Sautto. Aprovechando este vacío de poder, sus oponentes irrumpieron en el barrio el sábado por la noche, aterrorizando a los residentes con una doble “stesa”. ¿Qué es una stesa? Un desfile de motociclistas que pasan a toda velocidad con tiroteos desenfrenados. Un mensaje. Dicen que, a partir de ese momento, en ese barrio mandan ellos. Aún incrédulos y asustados después del tiroteo, nos disponíamos a celebrar la misa cuando Vittorio, también visiblemente alterado, entra en la iglesia y se detiene a charlar con nosotros. En un momento dado, dice: “Nadie podrá hacerme nada: me han declarado incompetente”. Con este diagnóstico, evidentemente se siente seguro.
Vittorio ha mostrado muchos comportamientos extraños y peligrosos a lo largo de los años. Un día me lanzó una pregunta a quemarropa: “¿Crees que te quiero?”. “Sí, Vittorio, estoy seguro de que me quieres”, respondí. En un arranque de extrema sinceridad añadió: “Y aun así, si ‘ellos’ me lo dicen, tengo que obedecer“. Y salió corriendo. ¿Intentaba advertirme sobre alguien? No lo sé.
El mes pasado, hablando siempre en un tono enigmático después de haberme “aconsejado” abandonar mi compromiso social, dijo: “¿Te acuerdas de aquel párroco que mataron? ¿A aquel amigo tuyo, Don Diana? ¿Sabes por qué lo mataron? Porque hablaba demasiado”. El domingo, frente al altar, mientras le ofrecía el Cuerpo de Cristo, me puso en la mano algo envuelto en papel de diario. Por desgracia, dentro del envoltorio había una bala. Los policías de mi escolta y los de Marilena, una valiente amiga periodista, lo detuvieron de inmediato. Se produjo cierta confusión. Yo solo tenía un pensamiento: no asustar a los niños presentes, dos de ellos “especiales“, que estaban conmigo en el altar.
Vittorio fue arrestado. No sé cómo se darán las cosas. Solo sé que desde que el gobierno de turno, respondiendo a mi desesperada súplica, llegó a Caivano hace dos años y encaró una lamentable situación que se había agravado con el tiempo. Parco Verde, mi parroquia, ya no es el mayor centro de narcotráfico de Europa. Para afianzar su poder, varios clanes de la Camorra han ejecutado a decenas de personas en estos años. Hace tan solo unos meses, dos jóvenes sicarios colaboraron. Asesinaron a Emilio y Gennaro, pero el instigador fue Tonino Ciccarelli, hermano del yerno de Vittorio. Acorralado, Tonino se vio obligado a confesar.
A Vittorio, a Mimmo, a Tonino, a Nicola, a todos los que han tomado este camino maldito, yo —cristiano y sacerdote— les digo una vez más: Hijitos míos, los amo. Saber que están en prisión me entristece. Sus manos manchadas de sangre me horrorizan. Ofenden a Dios, a mí, a ustedes mismos, a sus hijos, a la Iglesia, a toda la humanidad. En el nombre de Jesús, arrepiéntanse. Háganse y háganos este regalo.
La bomba que hicieron estallar en la puerta de mi parroquia, las intimidaciones, los insultos, las calumnias, la bala, no me hacen cambiar de idea. Un día descubrí el Evangelio, me enamoré de él. Tengo el deber de compartirlo.
Lo sé: están enojados conmigo. Me consideran responsable de su declive, y quizá sea verdad. Me lo han dicho mil veces: “¿Qué tiene que ver el Evangelio con la droga?”. Díganme: ¿habrían querido un cura solo de iglesia, incienso, procesiones, virgencitas… silencio? Estoy convencido de que ustedes habrían sido los primeros en rechazar a un cura cobarde e indiferente, que no se preocupara por su salvación eterna. He intentado salvarlos; hasta hoy no lo he logrado, pero no pierdo la esperanza.
Recuerdo, uno a uno, los nombres y rostros de los asesinados en nuestra parroquia. ¿Cuántos? Muchos. Creo que, al menos en Italia, y quizás en Europa, este triste récord nos corresponde. En nuestro barrio marginal, por ellos y por ustedes he rezado, he llorado. Me horroricé, temblé, tuve miedo, pero nunca los he abandonado. ¿Comprenden por qué, en estos años, no he dejado de gritar al mundo mi rabia, mi desconcierto, mi dolor? Soñaba con verlos libres, serenos, felices. Deseaba ser su amigo, poner a salvo a sus hijos.
Lo confieso: cada vez que un joven era asesinado o moría de sobredosis, yo también moría un poco con ellos. Pero no todo está perdido. La última palabra no es la muerte, sino la resurrección. La cárcel sirve para castigarlos, pero también para redimirlos. Ánimo, el Señor no nos abandona. Reconciliémonos con Dios. Yo también necesito su perdón. No por haber denunciado el mal, la podredumbre, las drogas, la corrupción, la complicidad política. Sino por no haber sido capaz de hacerlos enamorarse de Jesús, el único que nos ama con locura y por quien vale la pena dar la propia vida.
Fuente: ReL